Dr. Alejandro Landero Gutiérrez
Director Nacional del Pontificio Instituto Teológico Juan Pablo II para las ciencias del matrimonio y de la familia.
La modernidad, como época que podemos marcar su inicio hacia finales del siglo XV alcanzó su máxima expresión a mediados del siglo XX. Esta época tiene dos soportes fundamentales: la confianza en la razón humana y la capacidad de transformación y progreso social. Al paso de las décadas la confianza en la razón se convirtió en un racionalismo basado en una razón instrumental y en positivismo científico. La capacidad de transformación generó proyectos ideológicos antropocéntricos que se fueron desligando de la realidad. Así, las luces que prometió esta época se convirtieron en grandes sombras, en ideologías totalitarias que sembraron por todo el mundo destrucción y muerte. La modernidad terminó derivando en una lógica de pensamiento unívoco y dogmático. Como reacción a ello, irá surgiendo la llamada posmodernidad, que busca escapar a los excesos que produjo la confianza excesiva en la razón y a los intentos de forzar un progreso a costa de las personas y del medio ambiente. La posmodernidad, en este sentido, parecía liberadora, sin embargo, se convirtió en un movimiento pendular donde se produjo ahora una profunda desconfianza en la razón y se generó un pesimismo respecto del ser humano y su futuro. Del pensamiento unívoco pasamos al pensamiento equívoco, del dogmatismo al relativismo, de las ideologías al pragmatismo y del totalitarismo al individualismo. El paradigma ya no es la razón instrumental (aunque todavía quedan resabios de ella) sino que ahora prima el sujeto emotivo.
La posmodernidad ha traído un deseo de libertad. Ello en sí mismo no es un problema, sino la concepción de libertad, tan pobre que propone: una libertad entendida solo como autonomía, como simple elección desligada de todo referente y valor que le dé sentido. La única conducción de esa libertad son los deseos del sujeto emotivo. Como bien señala Josep Miró, ello deriva en una sociedad de la desvinculación. Desvinculación de Dios, de la Iglesia, de la verdad, de la ética, del bien común, de la familia, del cuerpo. Los posmodernos creerán que desvinculando al ser humano de toda realidad trascendente, intersubjetiva y personal ganará libertad. Pero la destrucción de la identidad y los vínculos en realidad está produciendo un sujeto psicológicamente débil, menos libre y más vulnerable. Así como una sociedad más individualista donde los fenómenos de corrupción, de injusticia y marginación explotan por todos lados generando fragmentación, ruptura del tejido social, ingobernabilidad y desesperanza.
El panorama no es alentador y por ello se palpa un malestar social en casi todo el mundo. No se trata simplemente de una crisis puntual, sino de algo más profundo y preocupante: una crisis de alcance civilizatorio que se ha bautizado de muchas formas: era del vacío, sociedad líquida, la gran ruptura, postcristianismo, etcétera.
La solución que tenemos frente a un reto de estas dimensiones tiene dos vías. Por un lado, es necesario rescatar a la persona desde una visión integral del ser humano. La modernidad fragmentó a la persona y la posmodernidad la diluyó. Como apunta Leonardo Polo, asistimos a la atrofia de la inteligencia, de la voluntad y de la afectividad. Ahí hay toda una tarea para formar estas dimensiones y tener personas con criterio, fortaleza y carácter, con un sentido de vida claro y profundo articulado en una escala de valores que pone por delante la plenitud sobre el éxito, el ser sobre el tener, el iluminar sobre brillar. Esto implica todo un reto educativo en medio de una sociedad basada en un pesimismo antropológico y que se comienza a acostumbrar a la mediocridad y que elogia la vulgaridad.
La otra vía es la reconstrucción del tejido social. La modernidad nos llevó al colectivismo y la posmodernidad abandera el individualismo; en ninguno de los dos modelos hay sociedad: hay solo masa o muchos “yo” inconexos. Para la reconstrucción social se requieren fortalecer nuevas dinámicas de solidaridad, impulsar una economía de comunión, renovar las instituciones y generar nuevos modelos de participación que liberen el potencial de la sociedad y limiten los intentos de imposición de las teconoestructuras (Estado y mercado). Todo ello no es fácil porque la política y la democracia se encuentran heridas por la desconfianza y sumergidas en una Torre de Babel donde cada quien habla su lengua. La Doctrina Social de la Iglesia puede iluminar mucho este campo.
Ambas tareas: rescatar a la persona y reconstruir el tejido social requieren una formación y una acción que superen una perspectiva individualista. Por ella, es necesaria y urgente la creación de minorías creativas, un concepto sobre el que reflexionó en varias ocasiones el Papa Benedicto XVI.
Las minorías creativas son comunidades que se fundan y dinamizan a través de los valores que postulan y las virtudes que viven. Las minorías creativas son núcleos de amistad, de trabajo, de apostolado que no se diluyen por el entorno, sino que son capaces de iluminar y proponer al mundo una nueva manera de vivir.
La minoría creativa no significa un repliegue frente a un mundo secularizado y relativista. No se trata de “aislarse para salvarse”. El mandato es claro: “Ir por todo el mundo y anunciar el Evangelio” (Mc. 16, 15). El cristianismo, como la señalado reiteradamente el Papa Francisco, tiene que estar en clave de salida misionera y “remar mar adentro” (Lc. 5,4). El cristianismo no se debe vivir en el encierro o dentro de las paredes de la parroquia como quieren los laicistas. El cristianismo es encuentro, es diálogo, es abrazo, es enseñanza, es denuncia, es “vivir en el mundo sin ser del mundo”.
Pero esta salida misionera solo puede ser fecunda si hay interioridad, si se vive la oración, la contemplación y los sacramentos. La salida misionera requiere formación intelectual seria, implica asimilar experiencias que dan profundidad de mirada. La misión implica inexorablemente sentido de comunión, por eso Cristo envió a sus discípulos “de dos en dos” (Cf. Lc. 10, 1) y nos dejó la parábola del Buen Pastor porque la vida de nuestro prójimo no nos puede ser indiferente. La salida misionera requiere un verdadero encuentro con Cristo para comprender su amor hacia nosotros; porque solo desde ese amor se puede evangelizar y todo adquiere sentido. Como apunta el padre José Noriega, el cristianismo se transmite por sobreabundancia; antes de ser misionero se requiere ser apóstol.
Y justo esta es la tarea de las minorías creativas: ser comunidades donde se aprende a ser cristiano, no solo en teoría sino en la vivencia de la caridad, en la experiencia del abrazo, asumiendo la vida como celebración, como ágape. Los Hechos de los Apóstoles relatan precisamente cómo los cristianos experimentaban su fe como minoría creativa, a pesar de la dura persecución del imperio romano y de la decadencia de las costumbres: “la multitud de los que habían creído tenían un solo corazón y una sola alma; todo lo poseían en común y nadie consideraba suyo nada de lo que tenía… todos gozaban de gran estimación entre el pueblo. Ninguno pasaba necesidad…” (Act. 4, 32)
Haciendo una analogía, la minoría creativa es como una fogata que tiene dos tareas fundamentales: la fogata ilumina, aclara el camino en medio de la confusión, da luz en medio de oscuridad y el pesimismo, permite mirar el rostro del que se tiene al lado. La fogata no solo ilumina, sino que da calor; permite sacarnos del frío que paraliza, nos sentimos acogidos, seguros. La fogata simboliza el abrazo de la amistad y el signo de la hospitalidad. La fogata hace que este mundo no sea un lugar inhóspito. Esa es la tarea de las minorías creativas: iluminar y abrazar.
Como señala el Padre José Granados, las minorías creativas tienen dos dinámicas que pueden diluirlas o impedir su constitución: la dinamica de masificación, es decir, el querer medir el influjo evangelizador con número de adeptos, con grandes eventos, con ampliar el territorio solo por ampliarlo. La masificación tiene sus raíces en el activismo de corte pelagiano y en una extensión de la cultura del anonimato que es incapaz de detenerse a mirar el rostro de la persona. La otra dinámica que diluye las minorías creativas es la de convertirse en guetos, en grupos cerrados, que se consideran puros y se escandalizan del mundo; que no ejercen la virtud de la hospitalidad porque no quieren mancharse. Los guetos acentúan las diferencias y son incapaces de identificar los puntos de encuentro, carecen de audacia, de sentido de urgencia y de fervor apostólico.
El cristianismo, no se transmitirá ya por tradición, por costumbre. La cultura es poco cristiana. Hoy el cristianismo tiene que fundarse, volverse a vivir, transmitirse por convicción. Eso no va a suceder solo en una tarea de evangelización aislada. No basta el esfuerzo fragmentado de formación de las familias. Se requiere hacer comunidad. Las familias, las escuelas católicas, las parroquias, las organizaciones e instituciones tienen que convertirse en minorías creativas, porque no muchas lo son. Sin estas minorías creativas será muy difícil que los jóvenes y las familias resistan la dura secularización.
Hace más de 1,500 años, en el 476 d.C. había caído el imperio romano de occidente. Roma estaba en plena decadencia tras la invasión de los bárbaros y la corrupción de las costumbres. Un hombre llamado Benedetto de Nurcia supo leer los signos de los tiempos, asumir la vocación que Dios le había dado y emprendió la misión de crear el Monasterio de Montecassino. Desde ahí, no solo redactó La Regla que daría nacimiento a la vida monástica europea, sino que relanzó la Civilización Occidental. Su monasterio fue una minoría creativa basada en la oración, el trabajo, el estudio, la caridad. El testimonio de una vida llena de gratitud, de alegría, de servicio, contagió a Europa que volvió a ponerse de pie. A lo largo la historia del cristianismo no solo ha existido Montecassino, ha habido muchas minorías otras minorías creativas, pero sin lugar a dudas, las semejanzas que hay hoy con aquella época debe iluminar nuestro caminar de hoy para entender por dónde hay que recomenzar.
Por todo lo dicho, tenemos frente a nosotros una obra de gran importancia no solo para el futuro del cristianismo, sino de la civilización misma. Este libro espléndido abarca aspectos históricos, bíblicos, educativos, que nos señalan una ruta y una dinámica por donde emprender el camino de renovación. Los autores son grandes sacerdotes, intelectuales, maestros que hacen este planteamiento no solo desde la teoría sino desde la experiencia de constituir distintas minorías creativas. Este libro es, en definitiva, un regalo de esperanza para tiempos convulsos.
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