Por Claudia Ortiz
Debemos tener muy claro qué significa ser santo para avanzar en este proyecto de vida y perseguir la santidad hasta alcanzarla.
Así como no tenemos que portar sotana ni ganarnos alas ni aureola, tampoco debemos abandonar nuestros trabajos o desertar del matrimonio para irnos al convento, por supuesto que no.
La grandeza de ser Santo es lograrlo desde nuestro ámbito, condición y estado de vida, por eso hay santos elevados a los altares que fueron religiosas, sacerdotes, madres de familia, padres de familia, incluso niños, profesionistas, etc.
Cuando se pretende que una persona sea elevada a los altares, es decir, se busca que la iglesia lo proclame Santo, se presenta una investigación sobre su vida y el ejercicio de sus virtudes, al ser admitida su causa se le puede llamar Siervo de Dios y se le conoce como Venerable, cuando la investigación confirma que vivió virtudes heroicas.
Son heroicas, no por inalcanzables, sino porque la concupiscencia, el egoísmo, la soberbia, nos incitan a ver primero por nosotros y nos hacen resistirnos a amar a Dios en el prójimo, entonces nos costará trabajo vencernos, pero es posible lograrlo.
En realidad se trata de vivir la vida sirviendo a Dios en los demás.
Tú puedes ejercitar las virtudes si en tu trabajo, enseñas al que no sabe; si al ir en tu auto, no te desesperas y no le gritas al que “se te metió”, no te pasas los altos ni te estacionas en lugares prohibidos, y no engañas a la cámara de foto infracciones, bajando la velocidad sólo cuando pasas frente a ella. O sea portarse bien siempre aunque nadie nos vea.
Esto es lo que el Papa Francisco llama “los santos de la puerta de al lado” en la Exhortación Apostólica Gaudete et exsultate: “los padres de familia que crían con tanto amor a sus hijos, en esos hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a su casa, en los enfermos, en las religiosas ancianas que siguen sonriendo”.
En la práctica, no gritar más cuando tu esposo o esposa está alterado es ejercer heroicamente la virtud de la prudencia, la paciencia o la caridad; rogar a Dios por las personas que no te quieren o son tus enemigos, ser generosos, y compartir de lo que tienes, aunque te cueste trabajo, son otros ejemplos de las acciones que pueden llevarnos a la santidad.
En la vida cotidiana hay muchísimas oportunidades de que nos ganemos el cielo, dando los cambios correctos, o devolviendo lo que nos fue dado de más por error. “Sacar ventaja” “abusar” “primero yo y después yo”, son frases que se deben de eliminar de nuestro vocabulario y de nuestra mentalidad, y por supuesto de la formación que vamos a heredar a nuestros hijos. Ellos serán más felices si fueron formados en virtud, que por los éxitos que obtengan en las cosas del mundo, que son pasajeros.
Si empezamos con todas estas pequeñas cosas, cuando nos demos cuenta, estaremos haciendo otras más difíciles, ya que estaremos ejercitando virtudes y creciendo en ellas.
Toda esta lucha, por agradar a Dios y hacer Su voluntad (AMAR) nos llevará al Cielo, independientemente de que seamos oficialmente declarados santos por la Iglesia, podremos gozar ante la presencia de Dios.
Recientemente preparé un reconocimiento a una mujer ejemplar, que se ha dedicado a evangelizar y lo hace desde el corazón; entonces aspiré a que un día, cuando muera, al menos alguna de estas virtudes que encontré en esta persona, pudiera describirme.
Y ese es el asunto, preguntarnos en primer lugar, de acuerdo a nuestras acciones, cómo nos verá Dios, ¿encontrará virtud en nosotros?, ¿lo que hacemos agrada a sus ojos?; y en segundo lugar, aspiremos a lo alto: alcanzar la santidad, llegar al cielo, y tomemos ejemplos que nos motiven a ello, conozcamos vidas de santos, todos y cada uno de ellos crecieron en virtud, dominaron sus pasiones y, venciéndose a sí mismos, dejaron que Cristo reinara en sus vidas.
En sí, ser Santos es vaciarnos de lo que nos place, olvidarnos de lo que queremos, desapegarnos de las cosas del mundo, y poner primero a Dios, actuar como Él quiere, con amor y con paz. Se dice fácil, pero no es así hacerlo, por eso Dios es Misericordioso, porque siempre que caemos, podemos levantarnos y volver a intentarlo, el punto es no cejar en lo que perseguimos.
Adoptemos esta máxima en nuestras vidas: Hagamos, todo el tiempo, el bien sin mirar a quien, en el nombre de Nuestro Señor Jesucristo, todo para Su mayor gloria y la conversión de las almas.