¿Por qué celebramos un nuevo año? En los albores de la filosofía, Heráclito de Éfeso (540 – 480 ac), basándose en la constatación del constante cambio en la naturaleza e incluso en nosotros mismo, llegó a la definición de lo que llamó el devenir. Y es verdad. Hay siempre cambio continuo de estaciones, en las personas que nos rodean, en nosotros mismos… Algunas cosas cambian muy velozmente y otras emplearán cientos o miles de años para hacerlo pero hay un continuo cambio. Uno de los retos para comprender mejor el devenir fue justamente encontrar el modo de medir o cuantificar este movimiento. Las velas que se consumen, las cuerdas que se queman, la arena que pasa de uno a otro recipiente, fueron los primeros intentos por cuantificar ese movimiento. Se calcula que los hombres llevamos cerca de 300 mil años habitando la Tierra. A lo largo de todo ese tiempo hemos mejorado nuestra medición del tiempo y cada vez es una medición más refinada, de lo que hoy llamamos años, meses o días.
Centrémonos en nuestra cultura occidental. Tendrían que llegar los grandes imperios para que la medición del tiempo siguiese otros parámetros. Es así que llegamos al Imperio Romano. El gran emperador Julio César modificaría, en el año 47 a. C., el calendario y establecería el mes de inicio del año dedicado al dios Jano, un dios que tenía dos caras, una que miraba adelante otra hacia atrás. Ya en la era cristiana, en 1582, el papa Gregorio XIII configurará el calendario como actualmente lo conocemos.
Hasta aquí la historia. No nos distraigamos del objetivo de estas líneas. Con palabras de Aristóteles, podemos afirmar que el tiempo es “la medida del movimiento según un antes y un después”. Por eso, hace sentido que sí establezcamos un inicio de nuestro calendario y un final. Marcar un inicio de un año, nos sirve fundamentalmente para hacer un alto en el camino y ver que esas arenas de nuestra vida siguen cayendo sin detenerse. Se suele decir que la medición del tiempo puede ser lineal o cíclica. Lineal porque seguimos avanzando en nuestras cuentas y cíclica pues también el girar de la tierra alrededor del sol, nos presenta nuevamente las estaciones. La concepción cristiana del tiempo toma en cuenta ambas perspectivas. La vida de cada hombre, para el cristiano, está marcado por un momento concreto en el que es llamado por Dios a la existencia y un momento preciso también para pasar a la eternidad. Para el cristiano, el tiempo es también un don, un regalo de Dios para cumplir la gran tarea de la vida: amar en sus dos dimensiones, a Dios y al prójimo. Por eso, cada año nuevo que se celebra debe estar lleno de gratitud por los dones recibidos y también con lleno de esperanza y confianza en Dios. La certeza de que la vida es una y se vive una sola vez, para el cristiano, nunca debe dejar espacio al desánimo o, peor aún, a la desesperación o el tedio tan presente en los filósofos existencialistas del siglo XX. Todo lo contrario, esa certeza de vivir una sola vez me tiene que llevar a apostar la vida por lo que vale más la pena, por lo que de verdad llena el corazón profundamente, por buscar amar cada día más y cada vez mejor.
¿Qué es un propósito? Es muy común escuchar que, en ocasión del inicio del año nuevo, cada uno de nosotros formule sendos propósitos. Según el diccionario de la Real Academia de la Lengua, un propósito, se refiere comúnmente al «ánimo o intención de hacer o de no hacer algo» o en todo caso, un «objetivo que se pretende conseguir». Podríamos decir entonces que estamos delante de un objetivo, de algo que implica por tanto la libertad. No se trata por tanto de meras ilusiones o de buenas ideas. La sabiduría popular dice que de buenas intenciones está repleto el infierno. Se busca tener delante algo que toque mi persona y que mueva mi voluntad para poner los medios necesarios para alcanzarlo. Quien haya realizado ejercicios espirituales ignacianos recordará que, en la dinámica de los mismos, después de haber purificado el alma de toda atadura y antes de entrar en las meditaciones para “elegir estado”, san Ignacio de Loyola propone unas meditaciones que van encaminadas a disponer la voluntad. Una vez que la inteligencia vea con claridad lo que quiere alcanzar, la voluntad se disponga para poner los medios para alcanzarlo y persevere en el objetivo. No es que no tengamos claro qué queremos concluir ese libro que intuimos, o dejar ya esos kilos de más que el médico nos urge para tener una vida más saludable, o bien… y cada uno puede poner los muchos propósitos que seguramente cada año de nuestra vida reciente hemos formulado y, quizá, se han quedado en eso, en buenas intenciones.Todo eso está muy bien. No obstante, más que hablar de propósitos, en plural, yo te invito a que hagas un único propósito: conquista tu voluntad dirigiéndola al amor. Conquistar la voluntad es lo que suele formularse como un “querer, querer” o más modernamente “hacer que las cosas buenas sucedan”. Es poner el ideal por delante, pero debe ser un ideal que abrace no sólo la voluntad sino también el corazón. Es encontrar la razón profunda por la cual hacemos lo que hacemos cada día. Elizabeth Anscombe (1919-2001) que fue una gran filósofa de Cambridge, profundizó mucho en el tema de la intención de nuestras acciones y concluía que, efectivamente, cuando en la raíz más profunda de nuestras acciones se encuentran los valores más trascendentes como el amor a una persona, entonces los esfuerzos y la misma voluntad se potencia. Anscombe solía preguntar continuamente el porqué de nuestras acciones y a ese porqué le seguía un ulterior porqué. Hasta descubrir qué es lo que nos mueve más en profundidad. Podemos decir que un buen propósito para este año que comienza podría ser justamente el encontrar o sacar brillo al sentido de nuestra vida redescubriendo los grandes anhelos de nuestro corazón. Que tengas un año 2020 lleno de bendiciones de Dios.