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La herencia de San Juan Pablo II, el Papa de la familia

¿Qué luz, para los siguientes 100 años? Mesa Redonda Juan Pablo II
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Dr. Marco Antonio Lôme 

La herencia de San Juan Pablo II, el Papa de la familia

Algunas luces sobre la familia desde el pensamiento de Juan Pablo II

“La familia, el lugar donde se aprende a amar y ser amado”

Esta frase nos señala el punto de partida y al mismo tiempo el punto de llagada de uno de los pensamientos centrales que nos dejó San Juan Pablo II como herencia: la familia es el corazón del amor.

Ciertamente pudieran puntualizarse otros aspectos importantes del legado De San Juan Pablo II, pero este -el de la familia- es fundamental. Por algo, se convirtió en el papá de la familia. Hablar de la familia hoy en día sin referirnos a Juan Pablo II sería una gran negligencia.

Basta ver la gran riqueza que nos ha dejado en estos temas, como la exhortación apostólica Familiaris Consortio, la Carta a las familias Gratissimam Sane, y la encíclica Evangelium Vitae. Escritos donde se profundiza la identidad y misión de la familia, como comunidad de vida y amor. U otros escritos significativos que reafirman la vida familiar como Mulieris dignitatem, acerca de la misión de la mujer (hermana, esposa y madre), la carta a los niños – sobre la dignidad del niños, las catequesis de teología del cuerpo.

Su legado también se extiende en la fundación y promoción de las jornadas mundiales de la juventud y de los encuentros mundiales de las familias.

En definitiva, el magisterio del Papa Wojtyla hace sentir el calor de la familia. Es en la familia donde la persona encuentra el lugar idóneo para aprender y realizar su vocación al amor: la auténtica felicidad del amor. Toda persona puede resumir ese anhelo y deseo de ser feliz en “amar y ser amados”. Y el lugar adecuado es la familia, porque es allí donde la persona puede encontrarse a sí mismo en el sincero don de sí: encontrarse a sí mismo, quererse a sí mismo y darse a sí mismo.

La persona experimenta en la familia que la vida es un don: un don para sí un don para los demás. Por lo tanto, la familia se convierte no sólo en escuela de amor sino en promotora del amor. Hoy se habla mucho sobre la familia, pero no todos llegan con profundidad y trascendencia.

La familia, un universo de dones

Karol Wojtyla nos deja esta primera luz acerca de la persona y la familia como un gran legado: la persona humana como un “don”. Un regalo. Algo que se nos ha sido dado con amor. Con una amor único y exclusivo. Hemos recibido la vida por amor para que realicemos nuestra vida por amor. Esto es más que un juego de palabras bonitas porque toca una de las fibras más importantes de la existencia del ser humano. hemos sido hechos por amor y para amar. De aquí surgen nuestras preguntas y grandes búsquedas; pero lo radical de este mensaje es que “yo soy amor”, que “yo he sido amado, “que alguien me amó y por eso existo” y por ende, “yo soy un don de amor para mí y para los demás”. Ya lo decía el obispo Munilla: “soy amado, luego existo”. Esta experiencia del amor es un regalo, porque el ser humano es el único ser que Dios ha amado por sí mismo, que le llama por su nombre y lo sostiene de manera personal.

Este pensamiento es central. Porque el origen del hombre es el amor y es el amor que lo perpetúa en el tiempo a través de la familia. Dos personas que se reconocen como don -uno para el otro- y deciden libremente a través del matrimonio realizar una comunidad de vida y amor, se abren al don del otro (los hijos) como fruto de su donación y como apertura a seguir acogiendo y manteniendo el don del “otro”. Papá, mamá, hijo, hija, hermanos… se convierten en don en sí mismos y al mismo tiempo en un don y en una riqueza para toda comunidad familiar.

De ahí que, como dice el Dr. Xosé Manuel Domínguez en su libro Antropología de la Familia, la familia se constituye en un universo de dones. Es decir, primero cada persona que constituye la familia, en un universo de dones en sí mismo, lleno de cualidades, fortalezas, habilidades que lo hacen ser único e irrepetible -incluso en su vulnerabilidades, fragilidades y defectos. Ese don, no depende de la percepción de los demás. Simplemente por el hecho de ser así, ya corresponde una riqueza. Su “unicidad” sobrelleva una dignidad que hace valioso el mundo, porque su ser aporta al mundo aunque pareciera que al mundo no le importe.

En segundo lugar, cuando cada uno se conoce y se acepta como don, reconoce también que los otros son un don. Todos los miembros de la familia, desde su unicidad, aporta a la familia toda su riqueza, así como es cada uno, y ese aporte se transforma en afirmación y crecimiento de cada uno de los miembros.

Cada familia es cada familia con sus familiadas. Cada familia es un universo de dones que también la hace única e irrepetible. Por ello, que la única manera de custodiar este universo de dones – desde lo que papá, mamá, hijo o hija, hijos o hijas dan de sí mismo -es a través del amor. El amor que le hacer ver al otro que su existencia vale la pena.

La familia, realización del don del amor

“El amor es querer que el otro exista”

Es la familia que permite realizar primaria y genuinamente la lógica del don. Cada miembro de la familia se reafirma en su “don de amor” en la medida que se entregan sinceramente a los demás. Esto es a través de la aceptación, el respeto y el buscar el crecimiento de cada uno de los miembros de la familia por el amor. El amor es el mejor bien que puede darse en la familia y ese amor se verifica en los actos de amor que se dan mutuamente. Dirá Juan Panlo II: darse es mejor que buscar el bien

El amor que se da en la familia es lo que le da sentido a la existencia de cada uno de los miembros desde lo que es, porque permite que cada uno descubra y viva su sentido existencial: el amor hace sentir a cada uno valioso y amado: que su vida (su don) tiene sentido porque es apreciado, porque es valorado, porque es amado.

Es decir, el varón realiza su vocación al amor desde su masculinidad compartiendo su conyugalidad y su paternidad. La mujer realiza su vocación -desde su femineidad- compartiendo su esponsalidad y su maternidad. Los hijos realizan su camino de amor compartiendo su filiación y su fraternidad. Profundicemos un poco en lo que Juan Pablo II nos quiso dejar de luz, respecto a la familia.

La familia permite la donación de los esposos, con todo lo que son y pueden llegar hacer, a través del diálogo, la intimidad, el proyecto matrimonial, la paternidad, el cariño, el aprecio, el perdón… que luego se transmite a los hijos, no tanto como conocimiento sino por el testimonio. Ser padres no impide ser esposos, al contrario lo reta y lo desafía al amor. Ya la misma esponsalidad hace decentrar a la persona para centrarse en el amor de su cónyuge, cuyo fruto son los hijos. La vida matrimonial permite realizar la vocación del varón y la vocación de la mujer al amor.

La familia permite realizar la vocación de la mujer en la maternidad. Implica una responsabilidad, un responder a la acogida que es la forma específica de ser mujer y de dar de la mujer. El hijo es un regalo que ofrece la posibilidad de “humanizarse” de la mujer: trascender como madre. La mujer da calor humano a través del cuidado, la atención, la ternura, el cariño que hace que el hijo se introduzca a una relación fundante de seguridad y de amor, ya que a través de la madre aprende el hijo no sólo el mundo interno sino la interpretación del mundo externo. Lo primero que tiene un hijo es a la madre y el papel de la madre en esos momentos no es accidental sino necesario.

La madre tiene que procurar sus tiempos para cuidarse a sí misma, para no vaciarse y no convertir al hijo en su única razón vital por encima de la relación fundante. Es ella quien capacita también para la apertura al mundo del padre para no impedir tampoco su realización como mujer y como esposa. De esta manera le abre al hijo a entender la jerarquización de las relaciones y el papel del varón en un desarrollo complementario. Ya que junto al padre, a partir de entonces, se encargarán no sólo de dar lo que a cada quien constitutivamente le toca, sino incluso a establecer los propios límites adecuados a las responsabilidades del hijo.

La paternidad masculina implica una llamada a la responsabilidad por parte de la madre y del hijo, incluso cuando esta llamada no se hace efectiva. Es una llamada que permite realizar la vocación del varón como padre. Esto supone una acogida del hijo desde el exterior. El primer contacto es a través de la madre, esta relación viene en un primer momento mediada por la madre.

La realización de la paternidad es la acogida de la maternidad. Es decir, la relación fundante es lo que mantiene al hijo en la interioridad familiar. El padre presenta al hijo otra manera de donarse, su presencia es necesaria para abrir al hijo a otros modos de donación en el mundo fuera de la madre. Desde la concepción esta donación se presenta en espera y apoyo. Y el apoyo será algo que estará siempre presente en la relación paterno-filial.

El padre juega un papel importante en la introducción del hijo al mundo exterior, pues representa para el hijo ese mundo exterior presente desde y antes de su nacimiento; y el hijo lo aprende a través del juego donde aprender normas, aunque no le guste respetarlas. De esta manera lo introduce a la dinámica social y ofrece habilidades fundamentales para el desarrollo de la capacidad de amar. Este papel es importante para configurar y reafirmar la misma identidad masculina o femenina de los hijos.

La realización del hijo como hijo y como hermano. Ser hijo es otra manera de realizarse. La filiación no es algo accidental pertenece sustancialmente al ser del hombre. Siempre se será hijo. Y la aparición del hermano constituye una oportunidad valiosa para que los hijos se realicen no sólo en la lógica del don sino en el “salir del sí” y de alguna manera cumplir la estructura personal de su ser relacional y abierto al otro: hay “otro” como yo que también es digno de amor.

De esta manera, Karol Wojtyla nos deja un profundo legado para que tomemos conciencia del importante papel de la familia: la familia se convierte en el lugar donde las personas aprendemos a descubrir el don del otro, a valorar nuestro ser don y al mismo tiempo a realizarlo a través de la entrega mutuo

La familia, una tarea a realizar

“El hombre ha nacido para ser feliz”

Esta frase es profunda porque nos saca otra pregunta ¿si he nacido cómo le hago para ser feliz? San Juan Pablo II nos diría: ama. Y el amor se da en la familia como don, pero también implica una tarea. Y aquí entre la libertad humana. No es la pregunta de Hamlet la fundamental “ser o no ser” sino “amo o no amo”.

Ante los grandes desafíos que hoy se nos presenta ante la sociedad, Juan Pablo II nos quiere decir que la familia no es el problema sino la solución. Nos muestra la belleza de ser familia y las gracias que Dios sigue derramando a través de la familia, porque la familia es el mejor don que hemos recibido que hasta el mismo Dios quiso tener una en la tierra (además de que como Dios es una comunidad de amor).

Pero este don tiene que trabajarse. La familia es una tarea y una labor de todos los días, porque no se puede descansar de amar. La familia todos los días se nutre de amor.

Para Juan Pablo II este amor sólo puede ser percibido y realizado a través de acciones: actos de amor. La acción determina el don de la familia y los dones que cada miembro pone a disposición de los demás para buscar el bien de la familia. Esto reafirma la famosa frase de “obras son amores y no buenas razones”.

Por lo tanto, cada miembro de la familia debe poner en función todas sus dimensiones humanos para darse lo mejor posible en la familia, buscando y queriendo bienes concretos: una abrazo, un cariño, una escucha abierta y activa, perdonando, compartiendo, dialogando, jugando, orando…

La familia, el lugar que hay que proteger

Sin la familia el ser humano se encuentra desnudo, desprotegido, abandonado Hoy por hoy nos encontramos -como dice Griegyel- ante el impotente al drama de su deshumanización, vaciado de los valores que lo realizan: se le roba su dignidad humana y lo trata como un instrumento.

Para muchos la familia es la negación de la libertad: el lugar de la esclavitud para la mujer por la maternidad; el lugar de dominio de los varones; los hijos, una carga pesada; la estabilidad y la fidelidad del amor conyugal, una utopía. La familia pierde toda lógica del don para convertirse en una lógica del dominio.

Frente a los intentos de desvanecer la estructura familiar – pedazo a pedazo- el legado de San Juan Pablo II respecto a la familia es – como dice Griegyel- una barrera moral de autoridad reconocida, incluso por quienes no comparten nuestra fe.

Por eso, la familia debe vivir su vocación en un clima de oración, de diálogo con el Señor, que siempre manifiesta su amor. La familia constituye el lugar natural y el instrumento más eficaz de humanización y de personalización de la sociedad: colabora de manera original y profunda en la construcción del mundo, haciendo posible una vida propiamente humana (Familiaris consortio, 43).

Las familias deben esforzarse para que “las leyes y las instituciones del Estado no sólo no ofendan, sino que sostengan y defiendan positivamente los derechos y los deberes de la familia” (Familiaris consortio, 44).

Por lo tanto, la familia consciente de su papel social y político, que constituye un bien para la humanidad, está llamada a ser corazón de la civilización del amor.

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